Sinuosas curvas de siluetas relucientes, viajantes de nuestro imaginario, anidan formas impersonales dentro de un todo, así, cada uno recoge una imagen sugerida dentro de lo que Alfonso Masó nos presenta con su obra Gargage’s garden.
Estas formas, de indudable voluminosidad y peso, parecen burlarse de nosotros con su aspecto frágil, efímero y escurridizo además de ingrávido y espumeante. Ésta contradicción mantiene un papel importante en toda la obra de Masó, es decir, cada pieza compositiva de este gran conjunto, alberga mil caras diferentes, cuya sensaciones pueden ser totalmente aleatorias y diversas. Son como pequeños mundos que, este autor ha sabido sentir y extraer muy delicada y cuidadosamente de un mineral tan rudo como es el alabastro, cincelando cada parte de ellos calcando su alma interior, de ésta forma, nos invita a cada uno de nosotros a sumergirnos dentro de sus mundos, mundos pétreos palpables, irónicamente humanizados, diferentes entre ellos y en sí mismos, mundos cargados de sensaciones, tamaños, colores, luces, mundos más o menos tentadores…
La composición rítmica de cada una de estas piezas nos contonea en un vaivén de sones pictórico-lumínicos que nos hipnotizan y nos deslizan entre sus recovecos, cuales entrañas maternales, nos hacen nacer y morir en sus veladuras rocosas y sus profundidades más oscuras, a la par que vivimos entre sus sutiles trincheras, huellas responsables de su totalidad, y nos sentimos gigantes e insignificantes, dueños y esclavos, nos sentimos todo, y a la vez nada, nos convertimos en seres dispares, habitantes de un corazón dormido que acabara de bostezar por primera vez.
Encontramos, en algún rincón de sí mismo, la parte más emocional de Alfonso Masó dentro de esta obra. Explícito y directo a al vez que metafórico, nos muestra su cara más personal de un modo brillante y reluciente como sus diferentes piezas, haciéndonos partícipes de soñados mundos interiores.
Estas formas, de indudable voluminosidad y peso, parecen burlarse de nosotros con su aspecto frágil, efímero y escurridizo además de ingrávido y espumeante. Ésta contradicción mantiene un papel importante en toda la obra de Masó, es decir, cada pieza compositiva de este gran conjunto, alberga mil caras diferentes, cuya sensaciones pueden ser totalmente aleatorias y diversas. Son como pequeños mundos que, este autor ha sabido sentir y extraer muy delicada y cuidadosamente de un mineral tan rudo como es el alabastro, cincelando cada parte de ellos calcando su alma interior, de ésta forma, nos invita a cada uno de nosotros a sumergirnos dentro de sus mundos, mundos pétreos palpables, irónicamente humanizados, diferentes entre ellos y en sí mismos, mundos cargados de sensaciones, tamaños, colores, luces, mundos más o menos tentadores…
La composición rítmica de cada una de estas piezas nos contonea en un vaivén de sones pictórico-lumínicos que nos hipnotizan y nos deslizan entre sus recovecos, cuales entrañas maternales, nos hacen nacer y morir en sus veladuras rocosas y sus profundidades más oscuras, a la par que vivimos entre sus sutiles trincheras, huellas responsables de su totalidad, y nos sentimos gigantes e insignificantes, dueños y esclavos, nos sentimos todo, y a la vez nada, nos convertimos en seres dispares, habitantes de un corazón dormido que acabara de bostezar por primera vez.
Encontramos, en algún rincón de sí mismo, la parte más emocional de Alfonso Masó dentro de esta obra. Explícito y directo a al vez que metafórico, nos muestra su cara más personal de un modo brillante y reluciente como sus diferentes piezas, haciéndonos partícipes de soñados mundos interiores.
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